Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Los valores constituyen el marco referencial que inspira la actuación humana. Su conocimiento y adaptación enriquece a la comunidad. Todas las civilizaciones han definido los valores que contribuyeron a guiar el comportamiento de sus integrantes. En síntesis, la solidaridad, la honestidad, la lealtad, la puntualidad, la veracidad, -entre muchos otros- son pilares fundamentales para engrandecer la conducta social.
Son punto obligado de aprendizaje, reflexión e interiorización, en cada uno de nosotros, si deseamos contribuir a superar el profundo trance que acentúa el empobrecimiento cívico, ético y espiritual. No podemos eludir analizar este ámbito cuando, por coincidencia, adolecemos de liderazgos capaces de inspirar corrección, honorabilidad y decencia.
Dentro de este contexto, la lealtad es un sentimiento de respeto a los propios principios o a otro sujeto y, además, consiste en nunca dar la espalda a determinada persona o grupo al que se está unido por alguna relación. Está referida también a la firmeza en los afectos y en las ideas. El filósofo y escritor catalán Ramón Llull afirmaba: “Los caminos de la lealtad son siempre rectos”.
Su alcance es uno de los más trascendentes. Es un compromiso y, por lo tanto, solo pueden ser veraces quienes están lo suficientemente maduros para asumirlos. Aunque con bastante frecuencia existe una tendenciosa interpretación de su real connotación. Ésta se confunde con la complicidad y el encubrimiento cultivado en colectividades como la nuestra. No se sorprenda.
He llegado a concluir que la lealtad es inusual y escasa en el ambiguo, criollo y “gelatinoso” desenvolvimiento del peruano. Tengo presente las palabras de mi querido amigo, el afamado conservacionista Felipe Benavides (1917 – 1991), con quien en frecuentes diálogos analizábamos estos temas. Él no dudaba en señalar: “El peruano lleva la traición en la sangre”. Recordaremos como la deslealtad está insertada en múltiples momentos de la historia nacional.
Guardo varias vivencias para compartir que se remontan cuando recibí el encargo del jefe de estado para presidir el Patronato del Parque de Las Leyendas – Felipe Benavides Barreda (2006-2007). Se presentaron ofrecimientos que me valieron ser sindicado como poco “leal”, con los militantes del partido gobernante, por no “corresponder” a ciertos “pedidos” o por mi falta de “leal” silencio –habitual en la deformada política peruana- sobre hechos sórdidos que, desde mi perspectiva, se debían denunciar y desenmascarar con severidad.
La torcida “lealtad” –aparte de las reiteradas trabas e intrigas- de los frívolos, pusilánimes e insensibles funcionarios públicos de carrera (militantes del Partido del Pueblo que, incluso, convoqué y que luego laboraron en otros organismos públicos descentralizados del Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social gracias a vínculos amicales y partidarios) fue la más intensa y efectiva cátedra recibida, durante mi breve paso por el sector estatal, acerca de la ausencia de esta virtud. Carecían de integridad para actuar con consecuencia, coherencia y dignidad. Eran comunes sus prácticas soterradas.
Qué difícil es –para sujetos llenos de miedo y titubeantes- decir lo que piensan, con aplomo y convicción, y hacer lo que dicen. Estilo que, a pesar de críticas e incomprensiones, no compartí y enfrenté. Esa experiencia me facilitó conocer los enormes vacíos en seres que, teniendo destrezas profesionales, poseían una estructura moral deshonrosa.
Asimismo, dispuse colocar un letrero en la puerta del parque que decía: “Esta es una institución al servicio de la comunidad, aquí se vive la ética y se practica la meritocracia y no aceptamos tarjetazos”, que me hizo merecer el calificativo de “desleal” e “infraterno”. Sin duda, una denominación enorgullecedora. El servidor público debe lealtad a la ciudadanía y está obligado a eludir emplear su posición para conceder favores partidarios, como sucede en nuestro país.
De igual manera, existe una carencia de lealtad en los escenarios empresariales, sentimentales, políticos y familiares. Es “normal” sustraer información de una compañía para ofrecerla a la competencia y traicionar –por unas cuantas monedas- a la entidad en donde se laboró. A nivel amical sucede algo similar, la frágil fidelidad del amigo es negociada por prebendas o beneficios. Por su parte, los astutos políticos construyen alianzas de intereses y cuestionables sinceridades. El pragmatismo de la sociedad ha sustituido a las directrices que debieran caracterizar la actividad del hombre en todos los campos.
En el ameno libro “El espejo del líder”, el profesor David Fischman precisa: “…Uno de los motivos de la falta de lealtad se debe a que estamos muy concentrados en nosotros mismos. El entorno competitivo y los cambios crean un ambiente amenazante que nos orienta a pensar egoístamente. La lealtad implica, en cambio, orientarnos pensar por encima de nos otros y valorar la contribución realizada por las personas o instituciones hacia nosotros”.
Reforcemos nuestra lealtad a partir de regir nuestra vida de acuerdo con nobles preceptos que estamos comprometidos a cumplir. Portarse en concordancia con las normas que hagan sobresalir al prójimo -en un mundo contaminado por tan lacerante crisis moral- es un desafío. Procedamos con probidad a fin de constituirnos en referentes para las actuales y futuras generaciones.
(*) Docente, conservacionista, miembro del Instituto Vida y ex presidente del Patronato del Parque de Las Leyendas - Felipe Benavides Barreda. http://wperezruiz.blogspot.com/
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