Wilfredo
Pérez Ruiz (*)
Este es uno de los valores más
significativos e importantes en la existencia de un individuo y en una sociedad
con la aspiración de constituirse en unida, cohesionada y capaz de aglutinar
esfuerzos, demandas y expectativas comunes.
Permite
identificarnos con los problemas y sufrimientos del prójimo. Refleja nuestra
sensibilidad y se alimenta, desde la más tierna infancia, a través del entorno
familiar y social. Es decir, se nutre de los ejemplos que forjan nuestras
vidas. Un ambiente solidario -en las más
variadas, reducidas y menudas ocasiones- contribuye a afianzar este valor en
sus integrantes.
El niño procedente de un hogar capaz de
convertir la solidaridad en un hábito –sin distinción, intereses o vínculos
afectivos- tendrá un referente que, probablemente, marcará su convivencia
social. Sugiero incorporar a los hijos en actividades que les faciliten
percibir la trascendencia de este valor en la vida.
También, se requiere una aptitud
empática no siempre existente en la comunidad. Recordemos que la empatía consiste en entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en su
lugar y compartir sus impresiones.
No es preciso pasar por iguales experiencias para interpretar mejor a los que
nos rodean, sino solo captar los
mensajes verbales y gestuales transmitidos por la otra persona.
Debemos contribuir todos a formar una
sociedad de seres empáticos, hábiles en respetar y aceptar al prójimo. Esta empieza a ampliarse en la infancia cuando los padres resguardan las expectativas
afectivas de los hijos y les enseñan a expresar las propias inquietudes y,
además, a vislumbrar las ajenas. Plasmar la solidaridad implica contar con
cierto grado de empatía.
Quiero anotar
que la solidaridad incrementa la autoestima. Cuando brindamos colaboración al
semejante, nos sentimos útiles y, de esta forma, fortalecemos nuestra
autovaloración, experimentamos satisfacción e incrementamos nuestra
sensibilidad. La autoestima revela el obrar del ser humano en los más variados
ámbitos de su desenvolvimiento.
Con
frecuencia comento a mis alumnos que la autoestima es una “columna” interna que
ayuda a enfrentar –con éxito, fuerza e ilusión- el devenir de la vida. Si esta
“columna” está mal edificada y contiene vacíos e inconsistencias, la respuesta
del sujeto -ante determinados conflictos y acontecimientos- será de miedo,
duda, incertidumbre y pobre autovaloración. Tendrá una sensación que lo hará
sentir incapaz para afrontar su destino.
De otra
parte, los peruanos rehuimos tener un instinto de hermandad con el semejante.
Cada uno vive sus propias expectativas, realizaciones y necesidades. Asumimos
una reacción egoísta y, en consecuencia, distante de la posibilidad de
construir un vínculo de adhesión. Tenemos como política evitar involucrarnos en
nada que no nos afecte directamente. Es muy habitual dar la espalda al
compatriota.
Escucho con
reiteración palabras –incluso de padres de familia- como: “Hazte el ciego,
sordo y mudo”, “no te metas a ayudar a nadie”, “olvídate del resto”, “vive tu
propia vida y listo”, “preocúpate por ti y no por los demás”, “no des la mano a
la gente, es una mal agradecida”, etc. Estas frases ratifican una actitud que
imposibilita forjar un sentimiento de acercamiento con los demás.
Evadimos apropiarnos del medio porque no
asociamos lo que está a nuestro alrededor como propio. Obviamos incorporar a la
comunidad en nuestro proyecto de vida –como resultado de un débil sentido de
pertenencia- y, además, procedemos a observar displicentes y criticar con
agudeza los dramas ajenos. La indiferencia es parte de nuestra forma de ser.
Estamos resignados e inmersos en un contexto colmado de atraso, incultura, apatía
y antivalores. A nadie le importa nada más que el “metro cuadrado” sobre el que
está parado.
Si tuviéramos
la más mínima voluntad podríamos comenzar siendo solidarios con los familiares,
amigos, colegas, vecinos y, de esta manera, lograríamos superar nuestra
mezquina individualidad. La solidaridad no se impone, ni improvisa. Se
convierte en una virtud al practicarse en todo tiempo, circunstancia y lugar.
Empecemos con gestos elementales de emoción social.
Algunos
simbólicos actos pueden ser un primer paso: Visitar a un familiar enfermo,
ayudar a quien atraviesa dificultades, dar asistencia al compañero de trabajo,
brindar auxilio a una anciana al cruzar la calle, consolar a un amigo lleno de
padecimientos, identificarnos con causas colectivas, ofrecernos para una labor
voluntaria, entre otras tantas ideas. Sugiero dejar de mirarnos solo a nosotros
mismos, para comenzar a ver el mundo en el que estamos envueltos.
Amigo lector,
deseo compartir con usted esta interesante reflexión anónima: “Solidario es
aquel que, teniendo cuatro ases en la mano, pide que se baraje de nuevo”.
Aprendamos a ser copartícipes en las grandes adversidades y también en las más
pequeñas. Estaremos ofreciendo un noble y ejemplar aporte al “bien común”.
(*) Docente,
consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta
social. http://wperezruiz.blogspot.com/
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