Eduardo González Viaña (*)
Entre 1881 y 1884, con 13 mil soldados marchando por Lima y apuntando contra los civiles, el ocupante chileno dictó una serie de decretos para gobernar el país vencido. Iban aquellos desde la imposición de millonarios cupos mensuales a la población hasta la elaboración de un reglamento penal -cárcel, tortura y muerte- contra quienes osaran infringir el nuevo orden, o como lo llamarían en nuestros tiempos, contra los “antisistema”.
Era el estatuto del invasor. En toda la historia peruana, lo único que se le parece es la llamada Constitución del 93 o, con más propiedad, el Estatuto del Golpe. Es normal que quien rompe el orden constitucional de una república, estatuya en su reemplazo una carta de preceptos para normar la vida pública y hacer más eficaz la sujeción de los ciudadanos. De esa forma, se establece una lógica jurídica que justifica y hace congruentes los actos de los que gobiernan.
Instalado en el Palacio de Gobierno, el almirante chileno Patricio Lynch – a quien llamaban “el último virrey peruano”- dictó una serie de providencias que iban desde el conjunto de penas hasta el propio ordenamiento económico que evitara el desastre de la hacienda peruana. Esto era indispensable toda vez de la hacienda peruana vivía el ocupante y, por su parte, había que proteger la moneda nacional con que se pagaba a los miles de soldados ocupantes.
¿En qué se parece el estatuto del invasor al del golpe?
1) La llamada Constitución del 93 también fue firmada por un extranjero.
2) Además, al igual que en 1881, en lo político, el estatuto del 93 confería legalidad al propio golpista. Sin embargo, por su endeblez jurídica, ese instrumento, a veces dejaba de servir y, por ello, era necesario modificarlo o sencillamente “interpretarlo”. Así se hizo para legalizar las sucesivas reelecciones del dictador en los llamados procesos de “interpretación auténtica”.
3) En cuanto a sus metas, los mandatos chilenos apuntaban a crear una suerte de protectorado independiente en recursos, pero sujeto a Santiago. Es decir, tenían fin último que iba más allá de la simple supervivencia del régimen del criminal de guerra, Patricio Lynch.
De igual forma, el estatuto del golpe -además de dar consistencia legal a Fujimori- tenía por fin la completa reestructuración del estado para convertirlo en el esclavo feliz de una dependencia frente al capital y a las grandes corporaciones extranjeras. Lo llaman “neoliberalismo”.
En base a ese fin último, se despojó al estado de la mayor parte de sus funciones empresariales. Se le permitió solamente gerenciar aquellos sectores que los inversionistas extranjeros consideraban improductivos. Es decir, se le adjudicó una actividad residual.
De ello deriva la ola de las privatizaciones en sectores y empresas que ofrecían gran rentabilidad al Perú y que fueron rematadas en procesos muy difíciles de reconocer como legales. La lucha contra la corrupción tendría que investigar esa rifa o quiniela. De otra forma, lo harán los historiadores mañana para encontrar allí el origen de algunas súbitas fortunas de nuestro tiempo.
A partir de la privatización, los millares de peruanos desplazados de las antiguas empresas estatales pocas veces pudieron “rehacer sus vidas”. Conducen ahora taxis pintados de negro y amarillo que superan varias veces el número de los vehículos particulares. Como el barquero mítico, son esclavos del timón. Si deciden descansar el domingo, tienen que saber que ese día no van a llevar dinero al hogar.
Los menos afortunados- al igual que los asiáticos menesterosos- conducen una suerte de rickshaw, cochecito tirado por un hombre, el bicitaxi o mototaxi en las barriadas de Lima, Trujillo o Arequipa y en las calles principales de las otras ciudades peruanas. Algunos turistas se preguntan si ese es el aporte asiático del dictador de entonces.
En este sistema tiene lógica la supresión de la estabilidad laboral. Con ella, se pudo abaratar las empresas, eliminar a los trabajadores disidentes y vender el paquete de la suerte a los “inversionistas” extranjeros. También tiene sentido en el sistema “neoliberal” suprimir la bicameralidad, y establecer una sola sala en la que es más fácil dictar leyes entre gallos y medianoche, manejar con un celular desde Palacio de Gobierno a los “padres de la patria” e incluso comprar la lealtad de estos.
Hasta en eso se parecen los dos estatutos. Aunque habían proclamado el restablecimiento de la administración de justicia, a partir del 9 de febrero de 1881, todos los delitos y faltas quedaron sujetos a los tribunales militares chilenos cuya máxima cabeza era un almirante. Al igual, un almirante comandó el Palacio de Justicia en el Perú de Fujimori.
Cerrado “El Peruano”, se usó de su imprenta para editar “La Actualidad ”, para justificar la legalidad chilena. El 21 de enero de 1881, ese diario editorializaba que el Perú no era capaz de fundar un gobierno fuerte “con la pauta constitucional vigente” Por eso, armaron su estatuto. En el año 2011, todavía hay quienes lanzan chillidos porque alguien denuncie el esperpento. En el futuro, nuestros hijos y nuestros nietos se asombrarán de que no lo hiciéramos más a tiempo.
(*) Intelectual, escritor, autor de novelas, cuentos y artículos periodísticos. Catedrático en Western Oregon University y profesor visitante de U.C. Berkeley, Dartmouth College, Willamette University. Colaborador de la Universidad de Oviedo.
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