1 sept 2013

Del silencio a la ovación

Grover Pango Vildoso (*)


Esta es una historia que se puede narrar con sencillez y que podríamos contarla a nuestros nietos. Hubo una vez un pueblo que, por esos azares de la guerra, quedó en manos del país ganador. Terminado el conflicto, los triunfadores decidieron no devolverla de inmediato y propusieron que sea la propia población la que decidiera su destino.


La gente de aquel pueblo no tenía dudas sobre su nacionalidad verdadera y no cedía a los halagos de sus opresores. De mantener ese espíritu se encargaban las madres en el hogar, los maestros en la escuela y también los curas en el templo. De modo muy parecido lo hacía un pueblo vecino que, como un hermano, corría la misma suerte.
Así pasaron los años; cada vez que se reclamaba el cumplimiento del compromiso para votar por la decisión esperada, una nueva argucia inventaban los arbitrarios vencedores para no permitirla.

Poco a poco los que sojuzgaban comprendieron que ese pueblo no quería renunciar a su patria y decidieron imponerse por el miedo. Mataron a los más valientes y leales, se llevaron a los jóvenes, abusaron de sus mujeres. Luego intervinieron las escuelas, arrasaron los periódicos y expulsaron a periodistas y sacerdotes. Pero el pueblo no cedió al miedo ni a la muerte.

Un día, el de la fiesta nacional que no les dejaban celebrar, los líderes del pueblo pidieron permiso a los opresores para bendecir una bandera que las mujeres habían bordado. Las autoridades extranjeras, alegando que sería una provocación a los ocupantes, negaron el permiso. Insistieron los del pueblo ofreciendo que no habría ni voces ni vivas ni palmas. Y así fue. En silencio caminaron por las calles con su bandera que acababan de bendecir, como en una procesión.

De ese suceso pasaron como 30 años. Hasta que llegó el día en que, luego de innumerables esfuerzos para que los cautivos pudieran volver a la patria que era suya y ya cansados los invasores de no poder alterar la lealtad de ese pueblo ni por los halagos ni por la fuerza, decidieron pactar el final de la larga ocupación. Habían transcurrido 50 años de presencia extraña. El pueblo hermano, más frágil, quedó como prenda definitiva en manos de los opresores. El pueblo tenaz, el indómito, fue devuelto a la patria de sus amores.

Desde entonces, recordando la fecha del retorno feliz, aquel pueblo saca su bandera por las calles. No es la misma que paseó en silencio de procesión, sino otra muy grande, inmensa, que cientos de mujeres llevan en sus manos porque ellas fueron quienes, en la mesa familiar y en la oración, les enseñaron a sus hijos que a la patria no se la abandona jamás.

Esta es ahora la fiesta principal de ese pueblo: Pasear su bandera. Cada 28 de agosto, desde los balcones llueven las buganvilas, los niños recitan y cantan, algunos ancianos lloran y las gargantas de hombres y mujeres quedan roncas de tanto dar vivas a la patria.

A la hora de izarla, el rumor se acalla y la bandera gigantesca se alza, imponente. Una ovación se oye entonces y ese pueblo, más que cantar, ruge: “Tacna, Tacna, la tierra de ensueño… la que supo vencer al destino… la que sabe que es fuerza y es luz”.


(*) Educador, político y miembro del Partido Aprista Peruano. Fue alcalde Tacna, ex diputado nacional y  ministro de Educación (1985 – 1987). Ha sido Secretario de Descentralización del Consejo de Ministros.



Cada 28 de agosto Tacna celebra su reincorporación a la patria.
Una fiesta cívica en la que ancianos lloran y las gargantas de hombres y
mujeres quedan roncas de tanto dar vivas al Perú.

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