Grover
Pango Vildoso (*)
Esta es una historia que se puede narrar
con sencillez y que podríamos contarla a nuestros nietos. Hubo una vez un
pueblo que, por esos azares de la guerra, quedó en manos del país ganador.
Terminado el conflicto, los triunfadores decidieron no devolverla de inmediato
y propusieron que sea la propia población la que decidiera su destino.
La
gente de aquel pueblo no tenía dudas sobre su nacionalidad verdadera y no cedía
a los halagos de sus opresores. De mantener ese espíritu se encargaban las
madres en el hogar, los maestros en la escuela y también los curas en el
templo. De modo muy parecido lo hacía un pueblo vecino que, como un hermano,
corría la misma suerte.
Así pasaron los años; cada vez que se
reclamaba el cumplimiento del compromiso para votar por la decisión esperada,
una nueva argucia inventaban los arbitrarios vencedores para no permitirla.
Poco a poco los que sojuzgaban
comprendieron que ese pueblo no quería renunciar a su patria y decidieron
imponerse por el miedo. Mataron a los más valientes y leales, se llevaron a los
jóvenes, abusaron de sus mujeres. Luego intervinieron las escuelas, arrasaron
los periódicos y expulsaron a periodistas y sacerdotes. Pero el pueblo no cedió
al miedo ni a la muerte.
Un día, el de la fiesta nacional que no
les dejaban celebrar, los líderes del pueblo pidieron permiso a los opresores
para bendecir una bandera que las mujeres habían bordado. Las autoridades
extranjeras, alegando que sería una provocación a los ocupantes, negaron el
permiso. Insistieron los del pueblo ofreciendo que no habría ni voces ni vivas
ni palmas. Y así fue. En silencio caminaron por las calles con su bandera que
acababan de bendecir, como en una procesión.
De ese suceso pasaron como 30 años.
Hasta que llegó el día en que, luego de innumerables esfuerzos para que los
cautivos pudieran volver a la patria que era suya y ya cansados los invasores
de no poder alterar la lealtad de ese pueblo ni por los halagos ni por la
fuerza, decidieron pactar el final de la larga ocupación. Habían transcurrido
50 años de presencia extraña. El pueblo hermano, más frágil, quedó como prenda
definitiva en manos de los opresores. El pueblo tenaz, el indómito, fue
devuelto a la patria de sus amores.
Desde entonces, recordando la fecha del
retorno feliz, aquel pueblo saca su bandera por las calles. No es la misma que
paseó en silencio de procesión, sino otra muy grande, inmensa, que cientos de
mujeres llevan en sus manos porque ellas fueron quienes, en la mesa familiar y
en la oración, les enseñaron a sus hijos que a la patria no se la abandona
jamás.
Esta es ahora la fiesta principal de ese
pueblo: Pasear su bandera. Cada 28 de agosto, desde los balcones llueven las
buganvilas, los niños recitan y cantan, algunos ancianos lloran y las gargantas
de hombres y mujeres quedan roncas de tanto dar vivas a la patria.
A la hora de izarla, el rumor se acalla
y la bandera gigantesca se alza, imponente. Una ovación se oye entonces y ese
pueblo, más que cantar, ruge: “Tacna, Tacna, la tierra de ensueño… la que supo
vencer al destino… la que sabe que es fuerza y es luz”.
(*) Educador,
político y miembro del Partido Aprista Peruano. Fue alcalde Tacna, ex diputado
nacional y ministro de Educación (1985 –
1987). Ha sido Secretario de Descentralización del Consejo de Ministros.
Cada
28 de agosto Tacna celebra su reincorporación a la patria.
Una
fiesta cívica en la que ancianos lloran y las gargantas de hombres y
mujeres
quedan roncas de tanto dar vivas al Perú.
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