Erick Camargo
Duncan (*)
Publicamos una documentada reconstrucción de los dramáticos
hechos ocurridos hace 40 años, en la víspera del golpe de estado, sucedido el
11 de setiembre de 1973, contra el presidente constitucional chileno Salvador
Allende por parte de las Fuerzas Armadas.
Es 10 de setiembre
de 1973. Las maniobras golpistas han empezado en la noche, cuando los buques de
guerra de la armada sitian y se toman Valparaíso. Es la época propicia, pues es
precisamente setiembre el mes en el que se adelantan maniobras conjuntas de
unidades americanas y chilenas, en el marco de la Operación Unitas, en el Pacífico.
A esa hora el médico y masón, amante de la vida, de las flores y del arte,
Salvador Allende, se halla en su casa ultimando detalles para la convocatoria a
plebiscito que anunciará al día siguiente, once de setiembre.
Ha
pasado la tarde del diez analizando los posibles escenarios para salir de la
crisis que afronta el país, provocada por el sector más reaccionario de la
derecha chilena y el gobierno estadounidense de Richard Nixon. Su esposa,
Hortensia Bussi, “la Tencha”, lo recordaría ese día como el más tenso de su
vida. Ella había llegado procedente de México en representación del gobierno
chileno, que mandaba a través suya ayuda humanitaria y la solidaridad del buen
corazón del presidente para mitigar los daños del cataclismo que casi acaba con
el país azteca. Lo recordaría para siempre, inflamado de tensión mientras se
probaba las chaquetas de primavera que le había encargado, y que le quedaron
bien, cuando dijo: “a ver si estos me dejan usarlas”; a lo que ella replicó
“¿tan mal están las cosas, Salvador?”. Aquella noche de setiembre, en la casa
presidencial de Tomás Moro, Salvador Allende cena con la Tencha, su hija Isabel
y unos fieles amigos históricos entre los que se encuentran Orlando Letelier,
su ministro de defensa, y Augusto Olivares, su amigo periodista y cercano
consejero. Ambos morirán después bajo la omnipresencia fatal de la
conspiración.
También
está Joan Garcés, el politólogo español que lo acompañará esa noche hasta tarde
junto a Augusto Olivares y que se convertirá, quizá, en el mayor enemigo declarado
de Pinochet en el panorama internacional, que muchos años después logrará que
el juez español Baltasar Garzón compulse copia de detención contra el dictador.
El turbio y lúgubre silencio de aquella cena se romperá cuando Salvador Allende
dé un golpe en la mesa, y diga: “voy a llamar a plebiscito. Va a ser el pueblo
el que decida si debo irme o no”.
Era
un hombre perseverante y de buen humor, tres veces había sido candidato
presidencial y en todas terminó derrotado, hasta que logró su objetivo en el cuarto
intento. Su gobierno había empezado con buena salud y las cifras al cabo del
primer año de gestión eran contundentes. Mediante reforma agraria se habían
reincorporado a la propiedad social 2.400.000 hectáreas de tierras activas. Se
habían nacionalizado cuarenta y siete empresas industriales y la mayor parte
del sistema de créditos, la unidad popular también había recuperado para la
nación todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de las
compañías norteamericanas, de un tajo y con un solo acto legal que no contempló
indemnización alguna, pues el gobierno calculó la excesiva ganancia de ochenta
mil millones de dólares que habían hecho las empresas en quince años. También
se había logrado detener la inflación y aumentar los salarios en un cuarenta
por ciento.
Pero la conspiración que el gobierno de Allende
llevaba a cuestas no tenía parangón alguno, es quizá el golpe de estado más
sostenido en el tiempo que jamás se haya visto, pues no comenzó aquella noche
del diez en que los buques de la marina se tomaron Valparaíso sino tres años
antes cuando el pentágono solicitó a la carrera doscientas visas para que en el
país austral aterrizara un orfeón naval que nunca existió, y que en realidad
era un grupo de mercenarios sin corazón que llegaría dispuesto a evitar la
posesión del primer candidato socialista elegido por votos en el mundo. El
boicot se cayó por su peso cuando el gobierno descubrió el plan y negó las
visas. El cuatro de setiembre Salvador Allende se posesionó como presidente de
la república y días antes ya habían visto a Richard Nixon, presidente de
Estados Unidos, maldecir en privado y golpearse la palma de una mano con el
puño de la otra mientras decía “ese hijo de perra”.
El
boicot arreció en fuerza y entonces la CIA, alentada por el secretario de
Estado y mano derecha de Nixon, Henry Kissinger, contactó a un par de generales
adeptos a una escalada armada y fraguaron el asesinato del comandante en jefe
de las fuerzas militares, un hombre constitucionalista y fiel a los designios de
la democracia llamado René Shneider, que murió en el hospital después de
recibir tres balazos por parte de unos sujetos que lo interceptaron cuando se
dirigía a su oficina.
La
idea no era otra que culpar al recién electo presidente y a su partido, la Unidad
Popular (UP), de querer hacer una purga sangrienta en las más altas esferas
militares para imponer mandos de ideología castrista y así legitimar el golpe
prematuro. El plan no funcionó y los altos militares inmiscuidos en el
asesinato del general fueron retirados. Tumbar a un presidente electo por vía
democrática no iba a ser fácil y Nixon entendió que de hacerlo, Estados Unidos
sería repudiado a escala global; fue entonces que decidieron redactar un
documento oscuro que pasó a los anaqueles de la historia bajo el título de
“Memorándum 93”, firmado con la rúbrica de Kissinger y distribuido a la CIA, al
Departamento de Estado, al de Defensa y a Usaid, que contenía una serie de
medidas económicas destinadas a “hacer chillar la economía chilena”, como Nixon
había dicho en privado; entonces se recortaron los préstamos de los bancos
multilaterales a Chile, se terminó el financiamiento a las exportaciones
americanas, se hizo lobby hasta garantizar un mínimo de actividad económica por
parte de los inversionistas y se cortaron los programas bilaterales de ayuda
económica.
No
bastando con esto, el gobierno de Estados Unidos engatilló a la economía
chilena mediante una serie de acciones que depreciaron el valor del cobre en el
mercado internacional, el principal recurso natural de Chile. La situación se
agudizó porque gran parte de las operaciones comerciales dependían de los
créditos para financiar la adquisición de maquinaria y repuestos de gran parte
de la industria chilena, estructurada en un ochenta por ciento a base de
productos importados, incluyendo el trasporte, de ahí que uno de los sucesos
claves desencadenantes del golpe fuera la huelga de camioneros, que de manera
literal paralizó al país. Una semana antes del golpe no era posible siquiera
conseguir pan o leche en las tiendas de barrio y almacenes.
Con los años se sabría que un flujo negro de dólares
patrocinó el paro de trasportadores, que los dueños de los camiones terminaron
por darles a los huelguistas una suma de 2.800 dólares con tal de que se sumaran
al levantamiento y que esos dólares habían sido consignados por agentes de la
CIA. Esa fue la economía enardecida y saboteada que tuvo que enfrentar Salvador
Allende, con el agravamiento de una deuda externa creciente contraída en el
gobierno anterior que él se empeñaba en renegociar y que nunca logró hacerlo
debido a que Nixon aisló a los organismos de crédito de Chile, ejerció presión
sobre las naciones europeas dispuestas a otorgarle crédito, y al final negó de
manera rotunda el escenario de la renegociación de la deuda chilena. La
historia develaría también que desde el primer mes del año del golpe, un grupo
de economistas fratricidas que se darían a conocer como los Chicago Boys se
encargó de redactar un plan económico que se conocería como el ladrillo, y que
consistía en una serie de medidas económicas que se implementarían tras,
literalmente, asestarle el ladrillazo del golpe al gobierno de la UP.
La
última noche de su vida Salvador Allende durmió mal y poco. A las 6:30 de su
mal día recibirá la noticia de los buques acuartelados y de las tropas que
empiezan a movilizarse hacia la capital, y mandará cerrar la vía que conduce de
Valparaíso a Santiago. Una hora después llegará a La Moneda para ponerse al
tanto de la magnitud de la conspiración. La plaza contigua al palacio
presidencial estará ocupada por tanques de la policía militar, que a esa hora
parecerán custodiar la seguridad del presidente, pero que una hora más tarde
darán media vuelta para ensanchar la lista de fuerzas unidas al golpe. Como no
es su costumbre, entrará por la puerta principal a la Moneda y mientras suba
las escaleras rumbo a su despacho se encontrará a su secretaria, y sonriente le
dirá: “¿qué hace aquí tan temprano?, hoy no va a ser como el 29 de junio, hoy
será un día especial”.
El
optimismo matinal que llevaba ese once de setiembre se fundamentaba más en el
precedente del golpe sofocado con éxito hacía unos meses y en el buen horizonte
que se dibujaba a raíz de la convocatoria a plebiscito que en el conocimiento
real de la magnitud del movimiento que enfrentaba esa mañana. Algunos de los
que lo acompañaron esa día recordarían después que mientras tanteaba el
potencial de la fuerza insurrecta, se le oyó decir “Pobre Pinochet, a esta hora
deben haberlo secuestrado ya”. Augusto Pinochet había sido el último en unirse
a la conspiración después de ser convencido por los argumentos del general del
aire, Gustavo Leigh, que lo visitó en su casa mientras celebraba el cumpleaños
de su hija. Vestidos de ropa deportiva y hablando con la frialdad con que se
discute cualquier tema de orden cotidiano en el patio de la casa, el comandante
en jefe del ejército le dio el visto bueno a la encerrona planeada para el
once.
El
desequilibrio restante al interior de las fuerzas armadas se daría cuarenta y
ocho horas antes cuando los generales adeptos a Salvador Allende fueran
expropiados de su jerarquía, sin saberlo. Pinochet había sido ascendido a
comandante en jefe del ejército después de que el general Carlos Prats renunció
ante las presiones de los demás generales, que habían llegado al límite de
haber enviado a sus esposas, sumadas a las de otros trescientos oficiales, a la
puerta de la casa del general para mostrar su indignación y descontento con la
gestión que llevaba. El día del golpe Salvador Allende trataría de localizarlo
sin éxito en el rincón más recóndito del país, pues Prats había demostrado ser
un hombre leal, un general constitucionalista que lo había respaldado meses
atrás enviando tropa para enfrentar a un general acuartelado de las fuerzas
aéreas que se negó hasta el último día a dejar el cargo después de comprobarse
que era parte de un circulo de conspiración.
Tres días antes Prats había avisado a Salvador
Allende sobre la inminencia de un golpe y lo habría convidado a realizar una
reunión de emergencia con Pinochet para ponerlo al tanto de la situación,
reunión que se dio al día siguiente en la casa presidencial de Tomás Moro, en
la que el general turbio le ratificó a Allende los votos de lealtad. Lo que no
sabía Allende la fatídica mañana del once mientras trataba de localizar por
todo Chile al hombre que días atrás le había advertido la inminencia del golpe,
su amigo y cercano colaborador Carlos Prats, es que era poca la ayuda que en
ese momento podía darle el leal general, pues ya figuraba en el radar de los
conspiradores y moriría dentro de un año como consecuencia de una bomba que
viajaba escondida en su auto de exiliado, en Argentina.
Una
hora después de haber llegado a La Moneda, Allende se enterará de que la
totalidad de las fuerzas armadas están en su contra y Pinochet hace parte de la
conspiración. A su lado se hallarán el director y subdirector de la Policía
Militar, dos generales fieles y acorralados que para ese momento ya no tendrán
poder alguno, y habrán sido removidos de sus fueros por los golpistas. Al
almirante Montero, comandante en jefe de la Armada, lo aislarán desde temprano
en su casa: su carro no servirá aquella mañana, la casa será rodeada por
soldados y los candados de la entrada serán cambiados. Allende nunca se
enterará.
En
ese momento ya se habrá preparado para lo peor. Los golpistas le ofrecerán con
reiteración un avión para sacarlo del país junto a su familia, y el mismo
Pinochet pasará al teléfono: “yo no trato con traidores, y usted, general
Pinochet, es un traidor”, le dirá el presidente antes de colgar con
determinación. La insistencia aumentará, y el hombre que se había tomado el
poder en la Armada y había aislado al almirante Montero, el almirante Toribio
Merino, pasará al teléfono y la dignidad de Allende volverá a hacer presencia:
“rendirse es para los cobardes y yo no soy cobarde. Los verdaderos cobardes son
ustedes que conspiran como los maleantes en la sombra de la noche”, le dirá.
Lo único que en ese instante turbará su serenidad de
metal será la presencia de las mujeres en La Moneda, ocho en total, incluyendo
a sus dos hijas Isabel y Beatriz, que llegarán en un espacio de tregua del
tiroteo incesante para apoyar a su padre, Isabel con su presencia y Beatriz con
sus ocho meses de embarazo y un revolver que llevará escondido en la mochila.
Ambas dejarán La Moneda cuando Salvador Allende tome la decisión inobjetable de
sacar a todas las mujeres. Tomará el teléfono y llamará a uno de los generales
sublevados: “aunque es usted un traidor, espero que no sea también un asesino
de mujeres”, le dirá. Así logrará sacar a las mujeres de La Moneda sin un
rasguño pero con el corazón compungido al despedirse de sus hijas. Un extraño
mecanismo de defensa le borrará de la mente a Isabel las minucias de aquella
mañana, a excepción del momento de la despedida y el nudo en la garganta que le
producirá abrazar a su padre por última vez, y Beatriz, atribulada con el paso
del tiempo por no haberse quedado atrincherada a su lado, terminará
suicidándose al cabo de cuatro años, un once de octubre, en La Habana.
Después
de esto empezará el tiroteo sin tregua entre una fuerza descomunal y un
presidente aferrado a su legitimidad, acompañado por un exiguo grupo de amigos
personales que combatirán a su lado hasta el final, armados de revólveres,
fusiles y algunas bazucas, algunos llamarán a sus casas a despedirse por última
vez. Después de esto, Salvador Allende intentará una tregua en la que aceptaría
dejar el cargo a cambio de que se armara un gobierno transicional, sin él, que
respetara las conquistas conseguidas hasta entonces, y se escuchará la
respuesta de Pinochet filtrada en la radio: “de ningún modo amigo, muerto el
perro se acaba la rabia”. Después de esto, los tanques de guerra bombardearán
La Moneda y los Hawker-Hunter estallarán sus misiles contra las paredes del
recinto presidencial, que comenzará a sucumbir bajo el fragor de las llamas.
Augusto Olivares se suicidará tras horas de combate al darse cuenta de que la
causa se ha perdido y el presidente pedirá un minuto de silencio en su honor en
medio de la arremetida.
Allende
se rendirá, todos los que luchan a su lado conocerán su dimensión histórica
cuando les estreche la mano uno a uno y les agradezca con la serenidad de sus
mejores días. Después de esto, el presidente legítimo de un país morirá en su
oficina, solo y sembrando una eterna duda sobre su destino final. Morirá
empuñando un fusil que será el primero y último que utilice jamás en sus
sesenta y cuatro años de vida. Algunos, como Fidel Castro y García Márquez
dirán que murió de pie, combatiendo, solo, cuando evacuaron La Moneda y
entraron a capturarlo. Su familia afirmará que se habrá suicidado, propinando
un golpe moral, intemporal, para quienes lo golpearon.
Después
de esto la dignidad cambiará de nombre para siempre: se llamará Salvador
Allende. Esto ocurrirá el once, ahora es diez y las maniobras golpistas han
empezado en la noche. El médico y masón, amante de la vida, de las flores y del
arte, Salvador Allende, se halla en su casa ultimando detalles para la
convocatoria a plebiscito.
(*) Periodista y
enviado especial para El Espectador.
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