Eduardo
Germán Galeano (*)
Para justificarse, el terrorismo de
Estado fabrica terroristas: siembra odio y cosecha coartadas. Todo indica que
esta carnicería de Gaza, que según sus autores quiere acabar con los
terroristas, logrará multiplicarlos.
Desde
1948, los palestinos viven condenados a humillación perpetua. No pueden ni
respirar sin permiso. Han perdido su patria, sus tierras, su agua, su libertad,
su todo. Ni siquiera tienen derecho a elegir sus gobernantes. Cuando votan a
quien no deben votar, son castigados. Gaza está siendo castigada. Se convirtió
en una ratonera sin salida, desde que Hamas ganó limpiamente las elecciones en
el año 2006. Algo parecido había ocurrido en 1932, cuando el Partido Comunista
triunfó en las elecciones de El Salvador. Bañados en sangre, los salvadoreños
expiaron su mala conducta y desde entonces vivieron sometidos a dictaduras
militares. La democracia es un lujo que no todos merecen.
Son hijos de la impotencia los cohetes
caseros que los militantes de Hamas, acorralados en Gaza, disparan con chambona
puntería sobre las tierras que habían sido palestinas y que la ocupación
israelí usurpó. Y la desesperación, a la orilla de la locura suicida, es la madre
de las bravatas que niegan el derecho a la existencia de Israel, gritos sin
ninguna eficacia, mientras la muy eficaz guerra de exterminio está negando,
desde hace años, el derecho a la existencia de Palestina. Ya poca Palestina
queda. Paso a paso, Israel la está borrando del mapa.
Los colonos invaden, y tras ellos los
soldados van corrigiendo la frontera. Las balas sacralizan el despojo, en
legítima defensa. No hay guerra agresiva que no diga ser guerra defensiva.
Hitler invadió Polonia para evitar que Polonia invadiera Alemania. Bush invadió
Irak para evitar que Irak invadiera el mundo.
En cada una de sus guerras defensivas,
Israel se ha tragado otro pedazo de Palestina, y los almuerzos siguen. La devoración
se justifica por los títulos de propiedad que la Biblia otorgó, por los dos mil
años de persecución que el pueblo judío sufrió, y por el pánico que generan los
palestinos al acecho.
Israel es el país que jamás cumple las
recomendaciones ni las resoluciones de las Naciones Unidas, el que nunca acata
las sentencias de los tribunales internacionales, el que se burla de las leyes
internacionales, y es también el único país que ha legalizado la tortura de
prisioneros. ¿Quién le regaló el derecho de negar todos los derechos? ¿De dónde
viene la impunidad con que Israel está ejecutando la matanza de Gaza? El
gobierno español no hubiera podido bombardear impunemente al País Vasco para
acabar con ETA, ni el gobierno británico hubiera podido arrasar Irlanda para
liquidar a IRA. ¿Acaso la tragedia del holocausto implica una póliza de eterna
impunidad? ¿O esa luz verde proviene de la potencia mandamás que tiene en
Israel al más incondicional de sus vasallos?
El ejército israelí, el más moderno y
sofisticado del mundo, sabe a quién mata. No mata por error. Mata por horror.
Las víctimas civiles se llaman daños colaterales, según el diccionario de otras
guerras imperiales. En Gaza, de cada diez daños colaterales, tres son niños. Y
suman miles los mutilados, víctimas de la tecnología del descuartizamiento
humano, que la industria militar está ensayando exitosamente en esta operación
de limpieza étnica. Y como siempre, siempre lo mismo: en Gaza, cien a uno. Por
cada cien palestinos muertos, un israelí.
Gente peligrosa, advierte el otro
bombardeo, a cargo de los medios masivos de manipulación, que nos invitan a
creer que una vida israelí vale tanto como cien vidas palestinas. Y esos medios
también nos invitan a creer que son humanitarias las doscientas bombas atómicas
de Israel, y que una potencia nuclear llamada Irán fue la que aniquiló
Hiroshima y Nagasaki.
La llamada comunidad internacional,
¿existe? ¿Es algo más que un club de mercaderes, banqueros y guerreros? ¿Es
algo más que el nombre artístico que los Estados Unidos se ponen cuando hacen
teatro?
Ante la tragedia de Gaza, la hipocresía
mundial se luce una vez más. Como siempre, la indiferencia, los discursos
vacíos, las declaraciones huecas, las declamaciones altisonantes, las posturas
ambiguas, rinden tributo a la sagrada impunidad.
Ante la tragedia de Gaza, los países
árabes se lavan las manos. Como siempre. Y como siempre, los países europeos se
frotan las manos.
La vieja Europa, tan capaz de belleza y
de perversidad, derrama alguna que otra lágrima mientras secretamente celebra
esta jugada maestra. Porque la cacería de judíos fue siempre una costumbre
europea, pero desde hace medio siglo esa deuda histórica está siendo cobrada a
los palestinos, que también son semitas y que nunca fueron, ni son,
antisemitas. Ellos están pagando, en sangre contante y sonante, una cuenta
ajena.
(*) Periodista y
escritor uruguayo, ganador del premio Stig Dagerman. Está considerado como uno
de los más destacados escritores de la literatura latinoamericana.
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