Eduardo González Viaña (*)
Dio cara al enemigo en decenas de
batallas. Condujo la guerra en el más vasto territorio del mundo durante el
siglo XIX. Conquistó la libertad de millones de hombres y quiso formar para
todos ellos una sola patria soberana y justa.
Sin
embargo, en el momento más grave de su vida, sorprendido en su dormitorio y con
cinco fusiles apuntándolo, no hubo un solo hombre que lo defendiera. Sólo hubo
una mujer.
Se llamaba Manuela Sáenz (1797- 1856).
Fue “la libertadora del libertador”. Una noche de septiembre de 1827 en Bogotá,
cuando los traidores abrieron la puerta de la recámara de Simón Bolívar para matarlo, ella empuñó dos
pistolas y los encañonó mientras daba tiempo a que el héroe saltara por la
ventana y se pusiera a salvo.
Había nacido en Quito y era hija de una
pareja de españoles, Simón Sáenz y Joaquina Aisparú, pertenecientes a la
aristocracia colonial. Como las mujeres de la época, su formación y su destino
fueron decididos cuando todavía era una niña. Sus padres la enviaron a un
convento cuando apenas tenía once años de edad. De allí tan sólo saldría para
casarse con el médico inglés James Thorne, 20 años mayor que ella, a quien
apenas conocería en el momento de la boda puesto que el suyo era un matrimonio
arreglado.
Sesgada y machista, la poca información
que se da sobre su vida haría suponer que todo el mérito de Manuelita residiría
en haber sido la amante del libertador. Nada más falso e injusto.
Varios años antes de conocer a Bolívar,
cuando vivía con su esposo en Lima, Manuela Sáenz conspiraba ya contra el poder
colonial y, al riesgo de su libertad y de su vida, participaba en reuniones
secretas a favor de la independencia. Quería cambiar la vida, transformar la
sociedad y edificar una nación diferente. Era lo que algunos cobardes de hoy
llamarían una “subversiva”.
En mérito de sus servicios a la causa
revolucionaria, el gobierno del general José de San Martín le confirió la Orden
“El Sol del Perú” en el más alto grado. Tiempo después, en plena campaña de
Bolívar, la veremos montar a caballo y empuñar las armas. Lo dice Antonio José
de Sucre: “Se ha destacado por su valentía; incorporándose desde el primer
momento a la
división de Húsares y luego a la de
Vencedores, organizando y proporcionando avituallamiento de las tropas,
atendiendo a los soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos
enemigos y rescatando a los heridos”.
Se conoció con Bolívar en Quito cuando
aquél hacía su entrada triunfal el 16 de junio de 1822. Ella tenía 24 años y él
39. A partir de ese momento, abandonó su marido y se fue con el héroe. La vida
de ambos estaría unida para siempre en el combate y la victoria, en la grandeza
y la desdicha.
A doscientos años de su gesta, Simón
Bolívar posee una vigencia que no tiene a ninguno de los grandes conductores de
la historia. Su nombre todavía enardece pueblos y convoca revoluciones
mientras, por otro lado, atemoriza a la carca posmoderna de los reaccionarios
de hoy.
No hay en nuestro tiempo partidarios o
enemigos de George Washington. No hay quien salga en París a gritar vivas o
mueras contra Napoleón Bonaparte. Sin embargo, en el Perú del señor Alan García
Pérez, una joven poeta fue encarcelada por escribir un soneto a Bolívar y por
haber acudido a una reunión bolivariana en Quito.
La misma suerte que el prócer le
corresponde a Manuela Sáenz. A pesar de haber conducido consejos de estado y
manejado la correspondencia con los generales, quienes más la quieren creen que
tan sólo fue la amante. Según ellos, una mujer no podría ser más que eso. Por
su parte, los libros de texto no la mencionan porque tal vez los próceres deben
tener largas patillas y ser hombres.
Ella y él fueron y son considerados
peligrosos porque –como diría Manuel González Prada- pretendieron hacer una
nación en lo que solamente es un “territorio habitado”.
Perseguido por la ingratitud y la
pobreza, el líder murió mirando un mar en el que suponía tan sólo haber arado.
Manuelita pasó las últimas décadas en el puerto de Paita. Allí se quedó una
tarde mirando el cielo y acaso esperando la estrella que debía llevársela.
Su nombre convoca y encarna este domingo
a las madres y a las luchadoras sociales. A ella y a cada una de ellas, con
Neruda, les decimos: “Adiós, adiós, adiós, insepulta bravía/Rosa roja, rosal
hasta en la muerte errante…En tumba, mar o tierra, batallón o ventana/
devuélvenos el rayo de tu infiel hermosura”.
(*) Escritor, autor de
novelas, cuentos y artículos periodísticos. Catedrático en Western Oregon
University y profesor visitante de U.C. Berkeley, Dartmouth College, Willamette
University. Colaborador de la Universidad de Oviedo.
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