Hace tiempo que los sudafricanos habían asumido que
algún día tendrían que dar el adiós definitivo a Nelson Mandela, a fuerza de
contemplar en sus repetidas hospitalizaciones la absoluta fragilidad física y
el ensimismamiento del hombre que construyó una nación desde las cenizas del apartheid.
Con ese momento, aquel en que Madiba, al borde de los 95 años, ha ganado en paz
el descanso final, ha llegado para Sudáfrica la hora crítica de aprender a
vivir sin la figura paterna, sin el mentor y referente que Mandela seguía
siendo, pese a llevar casi una década alejado de la vida pública, en la modesta
casa de su terruño.
No se cambia la suerte de un país y se influye
decisivamente en la percepción que todo un continente tiene de sí mismo sin
estar hecho de una pasta especial. Los ingredientes más relevantes de la del
antiguo guerrillero, que se convirtió en 1994 en el primer presidente negro de
Sudáfrica después de pasar casi treinta años en prisión, fueron su magnanimidad
y su paciente cultura del compromiso. Actitudes decisivas ambas para evitar el
baño de sangre que todos presagiaban y hacer en su lugar un país que ha
iluminado al resto del África negra. Un país donde, bajo su liderazgo, la
mayoría supo esperar pacientemente el momento de asumir el lugar que le
correspondía en la historia.
La Sudáfrica que despide a Mandela, sin embargo, se
aleja peligrosamente del ejemplo fundacional. De sus herederos políticos han
desaparecido el fulgor y la superioridad moral que acompañaron los años en que
Mandela, como primer presidente de todos los sudafricanos, se dedicó a
reconciliar sin agravios a una nación radicalmente dividida entre blancos y
negros. En su lugar, sucesivos presidentes, dirigentes todos de un partido, el
Congreso Nacional Africano (ANC), que comenzó como legendario movimiento de liberación,
van camino de convertir a la República Sudafricana en un polvorín de destino
incierto. Se trate de la trágica ignorancia de Thabo Mbeki, que permitió la
muerte de millones de personas por considerar que el sida venía a ser una
invención del colonialismo blanco; o de la probada corrupción y autoritarismo
de Jacob Zuma, actual jefe del estado, que presumiblemente logrará repetir
mandato en las elecciones del año próximo.
El ANC, dominador absoluto desde las primeras
elecciones multirraciales de 1994, al que la mayoría sigue viendo como el
partido de Mandela y de la liberación, se ha convertido en un conglomerado de
intereses e ideologías del que participan a la vez nuevos ricos, nacionalistas
negros, populistas, liberales o sindicatos. Su vocación de partido único, sus
luchas internas y su corrupción no difieren ya mucho de otros asentados en la
dialéctica de la lucha armada que han protagonizado en África la transición a
Gobiernos más o menos -generalmente menos- democráticos.
Casi veinte años después del final del apartheid
existe en Sudáfrica por primera vez una clase media negra, e incluso
privilegiados en la economía más desarrollada del continente. Pero la educación
está en ruinas, el foso entre los que tienen y los que no es de los más acusados
del mundo y el desempleo y la violencia crecen en este país de 53 millones, a
la vez que la degradación de su crucial industria minera, sacudida por huelgas
y enfrentamientos. Los gravísimos problemas sociales y económicos de Sudáfrica
requieren un enfoque menos ramplonamente ideológico que el del ANC.
Nelson Mandela, aposentado definitivamente en el
mito, se ha despedido quedamente, como vivió, tras devolver la dignidad a
Sudáfrica. Corresponde al conjunto de sus compatriotas, no solo a sus supuestos
herederos doctrinales, mantener su gigantesco legado e impedir el secuestro del
sueño que apadrinó.
Fuente:
Diario El País
Nelson
Mandela, un apóstol de la paz, la reconciliación,
la
lucha contra la discriminación racial. Un símbolo mundial.
Sus
palabras: “Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus
ciudadanos
con mejor posición, sino cómo trata a los
que
tienen poco o nada”.
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